En el funeral de mi abuela, vi a mi madre introducir discretamente un paquete misterioso en el ataúd. Cuando lo tomé más tarde por curiosidad, no esperaba que revelara secretos desgarradores que me perseguirían por siempre. Dicen que el dolor llega en oleadas, pero para mí es como perder unas escaleras en la oscuridad. Mi abuela Catherine no era solo familia; era mi mejor amiga, mi universo. Me hacía sentir como lo más preciado del mundo, envolviéndome en abrazos que me hacían sentir como si volviera a casa. De pie junto a su ataúd la semana pasada, me sentí liberada, como si estuviera aprendiendo a respirar con solo medio pulmón.
La suave iluminación de la funeraria proyectaba sombras suaves sobre el rostro pacífico de la abuela. Su cabello plateado estaba arreglado como siempre lo usaba y alguien le había puesto su collar de perlas favorito alrededor del cuello. Mis dedos recorrieron la suave madera del ataúd mientras los recuerdos me inundaban. El mes pasado, habíamos estado sentados en su cocina, compartiendo té y risas mientras ella me enseñaba su receta secreta de galletas de azúcar.
“Emerald, cariño, ella te está cuidando ahora, ¿sabes?” La señora Anderson, nuestra vecina de al lado, puso una mano arrugada sobre mi hombro. Sus ojos estaban enrojecidos detrás de sus anteojos. “Tu abuela nunca dejó de hablar de su precioso nieto”.
Me sequé una lágrima perdida. “¿Recuerdas cómo solía hacer esas increíbles tartas de manzana? Todo el vecindario sabría que era domingo solo por el olor”. “¡Oh, esas tartas! Ella te enviaba con porciones para nosotros, orgullosa como podía estar. ‘Emerald ayudó con esta’, siempre decía. ‘Tiene el toque perfecto con la canela'”. “Intenté hacer una la semana pasada”, admití, con la voz quebrada. “No fue lo mismo. Levanté el teléfono para preguntarle qué había hecho mal, y luego… el ataque cardíaco… llegó la ambulancia y…”
“Oh, cariño”. La señora Anderson me abrazó fuerte. “Ella sabía cuánto la amabas. Eso es lo que importa. Y mira a todas estas personas aquí… tocó tantas vidas”. La funeraria estaba realmente llena, llena de amigos y vecinos que compartían historias en voz baja. Vi a mi madre, Victoria, parada a un lado, mirando su teléfono. No había derramado una lágrima en todo el día.
Mientras la señora Anderson y yo hablábamos, vi a mi madre acercarse al ataúd. Miró furtivamente a su alrededor antes de inclinarse sobre él, con su mano cuidada metiendo algo dentro. Parecía un paquete pequeño. Cuando se enderezó, sus ojos recorrieron la habitación rápidamente antes de alejarse, sus tacones haciendo un suave ruido en el piso de madera.
¿Viste eso? —susurré, con el corazón acelerado de repente. —¿Viste qué, querida? —Mi mamá acaba de… —dudé, viendo a mi madre desaparecer en el baño de mujeres—. Nada. Supongo que es solo el dolor que me juega una mala pasada. Pero la inquietud se instaló en mi estómago como una piedra fría. Mi mamá y mi abuela apenas habían hablado en años. Y no había forma de que mi abuela hubiera pedido que se pusiera algo en su ataúd sin mi conocimiento.