Siguiendo el consejo de su madre, el marido llevó a su esposa, agotada por la enfermedad, a un lugar remoto y desierto… Y un año después regresó por sus propiedades.

Cuando Valentina se casó con Artyom, tenía solo veintidós años. Creía que era su destino. Desde el primer día, su suegra lo recibió con cautela. Su mirada hablaba por sí sola: «No eres rival para mi hijo». Valya se esforzó al máximo: limpiaba, cocinaba, arreglaba.

Artyom guardó silencio. Creció en una familia donde la palabra de su madre era ley. Incluso cuando empezó a sentirse débil, lo atribuyó al cansancio. El diagnóstico llegó de repente. Los médicos negaron con la cabeza. Esa noche, Valya lloró en la almohada, ocultando el dolor a su marido.

Un día, su suegra se acercó a él y le dijo en voz baja: «Eres joven, tienes una larga vida por delante. Y con esta… es solo una carga. ¿Para qué la necesitas? Llévala al pueblo, con la tía Dunya. Allí hay tranquilidad, nadie te juzgará. Descansarás un poco. Y entonces comenzarás una nueva vida».

No respondió. Valya guardó silencio todo el camino.

“Aquí todo estará tranquilo”, dijo. “Te sentirás mejor”. “¿Volverás?”, murmuró ella.

Pero d3ath no tenía prisa. Pasaron tres meses. Seis. Y un día llegó un paramédico al pueblo. Joven, de mirada amable. Empezó a visitarla, a ponerle sueros, a manipular medicamentos. Valya no pidió ayuda; simplemente no quería morir más.

Y ocurrió un milagro. Primero, un poco: se levantó de la cama. Luego salió al porche. Luego llegó a la tienda. La gente se asombraba: “¿Estás volviendo a la vida, Valyusha?”.

Pasó un año. Un día llegó un coche al pueblo. Artem salió. Valentina estaba sentada en el porche, envuelta en una manta, con una taza de té. Sonrosada, animada, con los ojos claros. Él estaba atónito. “¿Estás… estás viva?”.

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