A los 55 años, volé a Grecia para encontrarme con el hombre del que me había enamorado por Internet. Pero cuando llamé a su puerta, ya había otra persona allí, llevando mi nombre y viviendo mi historia.
Sin torres. Sin caballeros. Sólo un microondas que pitaba como un monitor cardíaco, fiambreras de niños que siempre olían a manzana, rotuladores resecos y noches sin dormir.
Crié a mi hija sola.

“Como el viento de otoño que sopla en un calendario”, le dije una vez a mi mejor amiga Rosemary, “se fue una página, sin avisar”.
No tuve tiempo de llorar.
Había alquiler que pagar, ropa que lavar y fiebres que combatir. Algunas noches me dormía en vaqueros, con espaguetis en la camisa. Pero hice que funcionara. Sin niñera, sin manutención, sin compasión.

Y entonces… mi niña creció.
Se casó con un chico dulce y pecoso que me llamaba señora y le llevaba las maletas como si fuera de cristal. Se mudó a otro estado. Empezó una vida. Seguía llamando todos los domingos.
“¡Hola, mamá! ¿Adivina qué? ¡He hecho lasaña sin quemarla!”.

Yo sonreía cada vez.
“Estoy orgullosa de ti, cariño”.
Entonces, una mañana, después de su luna de miel, me senté en la cocina con la taza desportillada en la mano y miré a mi alrededor. Había mucho silencio. Nadie que gritara: “¿Dónde está mi libro de matemáticas?”. Sin coletas rebotando por el pasillo. Ni zumo derramado que limpiar.
Sólo yo, de 55 años. Y silencio.