Cuando invité a la familia de mi novio a unas vacaciones en la playa, su madre me recibió como a una hija. Luego hizo que me quitaran el plato de la cena sin preguntar y anunció: “En esta familia no comemos carne”. Fue entonces cuando preparé mi venganza.
Cada historia que mi novio Jake me contaba sobre su familia sonaba como los Walton, llena de momentos conmovedores y amor incondicional.

“Estamos muy unidos”, decía, con los ojos iluminados. “Aunque no tengamos mucho, nos tenemos los unos a los otros”.
Pintó vívidas imágenes de noches de juegos que duraban hasta el amanecer, bromas internas que hacían que todos se partieran de risa, y de cómo su hermana pequeña Sylvia no había salido de su pequeño pueblo desde que tenía 11 años.
Por la forma en que lo describía, cualquiera diría que vivían en una burbuja perfecta de felicidad familiar.

Así que cuando las cosas entre nosotros se pusieron serias, quise hacer algo especial. Algo que les demostrara que estaba preparada para formar parte de su mundo.
“¿Y si me los llevo a todos de vacaciones?”, sugerí una tarde mientras disfrutábamos de un café y un pastel en nuestra cafetería favorita.
La cara de Jake se iluminó como una mañana de Navidad. “¿De verdad? ¿Harías eso?”.

La idea me pareció perfecta. Yo, Jake y su familia pasando el rato en la playa, creando recuerdos para toda la vida.
Cuando llamé a Kathy, la mamá de Jake, para contarle lo del viaje, se puso a llorar por teléfono.

“Cariño”, dijo entre lágrimas, “¡eres muy amable! Es como si ya formaras parte de la familia”.
Aquellas palabras me envolvieron como una manta cálida. Me sentí segura y bien. Como si hubiera hecho exactamente lo que debía hacer.
Pero ya sabes lo que dicen de los planes mejor trazados, ¿verdad?