MI ABUELA ERA LA MUJER MÁS TACHADA DEL MUNDO

Mi abuela era la mujer más tacaña del mundo. Tras su fallecimiento, heredé una tarjeta de regalo de 50 dólares. Iba a regalarla, pero por alguna razón, decidí usarla. Mi vida se dividió en un antes y un después de ese momento. La cajera palideció cuando le entregué la tarjeta.

El mundo pareció congelarse. Las conversaciones se detuvieron, los carritos dejaron de rodar y un silencio denso invadió la tienda. El corazón me latía con fuerza. La gente a mi alrededor me miraba fijamente, con expresiones que iban de la curiosidad a la confusión. Me aferré al mostrador, sin saber si quedarme o salir corriendo.

La cajera le hizo una seña a su gerente, quien se acercó rápidamente. Le susurró algo, sin apartar la vista de la tarjeta de regalo que tenía en la mano. La gerente, una mujer de mediana edad con una mirada amable pero penetrante, miró la tarjeta y luego a mí.

¿Dónde la consiguió exactamente? —preguntó la gerente con un tono cuidadoso pero firme. Sentí una gota de sudor rodar por mi sien—. Le dije que era de mi abuela. Falleció hace poco y esto estaba entre sus pertenencias. ¿Sucede algo? La gerente miró a la cajera, quien asintió, y luego se acercó, hablando en voz baja. —Esta no es una tarjeta de regalo cualquiera. Esta tarjeta tiene… una historia muy específica. Parpadeé, sin saber cómo responder. —¿Qué historia?

Dudó antes de responder: —¿Podemos pasar un momento a mi oficina? Creo que es mejor que hablemos allí. Ahora, una mezcla de ansiedad y curiosidad me consumía. Asentí y la seguí, agarrando con fuerza la tarjeta de regalo. La gente susurraba al pasar, pero apenas los noté. Solo podía pensar en cómo mi abuela, la mujer ahorrativa que guardaba botones y reutilizaba papel de regalo, pudo haberme dejado algo que justificara este tipo de reacción.

La oficina de la gerente era pequeña pero ordenada, con montones de papeles y una foto de su familia en el escritorio. Me hizo un gesto para que me sentara, y lo hice, con las manos ligeramente temblorosas. Se sentó frente a mí, juntando las manos. “¿El nombre de tu abuela?” “Margaret Harper”, respondí. “¿Por qué?” Los ojos de la gerente se abrieron ligeramente y una leve sonrisa se dibujó en sus labios. “Margaret Harper… Así que es verdad. Realmente existió”. Mi confusión no hizo más que aumentar. “¿De qué hablas? Claro que existió. Era mi abuela. ¿Qué tiene que ver eso con esta tarjeta de regalo?”

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