Hace cuarenta años, mi marido se fue a comprar leche y desapareció. Justo cuando empezaba a perder la esperanza, llegó una misteriosa carta instándome a ir a la estación de tren. Allí estaba, envejecido y tembloroso, con una historia tan imposible que lo cambiaría todo.
La luz del sol matutino entraba por las ventanas, derramando un calor dorado sobre la mesa de la cocina. Me quedé de pie junto al fregadero, canturreando, mientras Michael me rodeaba la cintura con los brazos.

“Buenos días, preciosa”, dijo, besándome la sien.
“Buenos días, encantador”, le contesté, golpeándole juguetonamente con el paño de cocina.
Nuestro hijo de cuatro años, Benjamin, estaba construyendo una torre con sus bloques en el salón. “¡Papá, mira esto!”, gritaba mientras sus ojos color avellana, iguales a los míos, se iluminaban de orgullo.

La vida era sencilla, y estaba bien.
“¿Necesitamos algo de la tienda?” preguntó Michael mientras me entregaba a Dorothy.
“Sólo leche”, dije. “Pero puedo ir más tarde”.
“Tonterías. Voy a comprar ahora”, contestó cogiendo su chaqueta.
Fue la última vez que lo vi.

Al principio, no me preocupé. Tal vez se había encontrado con algún vecino o había decidido comprar algo más. Pero la inquietud fue creciendo a medida que la hora se convertía en dos, y las dos en tarde.
Llamé a la tienda, con voz temblorosa. “Hola, ¿alguien ha visto a mi esposo?”.
La respuesta del dependiente me golpeó como un ladrillo. “No, señora. Hoy no le he visto”.

Llamé a vecinos, amigos e incluso a su jefe. Nadie lo había visto.
Al anochecer, me paseaba por el salón con el corazón desbocado. Benjamin me tiró de la manga. “¿Dónde está papá?”
“No… no lo sé, cariño”, dije, arrodillándome a su altura.
“¿Se ha perdido?” preguntó Benjamin, con voz queda.