Cuando mi hija de 15 años me llamó al trabajo para decirme que oía a su padre y a otras mujeres riéndose en nuestro dormitorio, se me detuvo el corazón. Corrí a casa, aterrorizada por la traición, pero lo que encontré tras esa puerta no era lo que esperaba.
El trayecto a casa me pareció los veinte minutos más largos de mi vida. Me temblaban las manos en el volante mientras imaginaba lo que podría encontrar.
Pero nada podría haberme preparado para lo que realmente me esperaba.

Los cuarenta y cinco siempre me habían parecido un número maldito. No por superstición, sino porque fue la edad en que murió mi madre.
El cáncer se la llevó cuando yo sólo tenía 22 años, y durante los últimos 23 había cargado con el peso de que, de algún modo, cuando llegara a los 45, también se me acabaría el tiempo.
Hoy cumplía 45 años y llevaba meses temiéndolo.
Estaba sentada en la mesa del trabajo, mirando el mismo correo electrónico que ya había leído tres veces.

Era la confirmación de la reserva para cenar en Romano’s, el restaurante italiano al que Mike y yo fuimos por nuestro primer aniversario. Él había hecho la reserva hacía semanas, prometiéndome una celebración tranquila.
“Sólo nosotros tres”, había dicho. “Nada lujoso. Sólo la familia”.
También había encargado un pastel especial de frambuesa y limón en una pastelería del centro. Era el mismo pastel que mi madre preparaba para mis cumpleaños cuando yo era pequeña. Tener ese pastel me parecía la forma adecuada de honrar su memoria en ese día que tanto me asustaba.

Mi teléfono zumbó sobre mi escritorio y sonreí, esperando ver el nombre de Sophie. Mi hija de 15 años me había estado enviando mensajes dulces toda la mañana, intentando animarme por cumplir 45 años.
Pero cuando contesté, la voz de Sophie sonaba temblorosa y preocupada.
“Mamá, deberías venir a casa”, me dijo sin siquiera saludarme. “Acabo de volver del colegio y oigo a papá riéndose en tu habitación… con otras voces”.
Fruncí el ceño, intentando mantener la calma aunque a ella le entrara el pánico. “¿Quizá está viendo un vídeo gracioso o una película, cariño?”.

“No, mamá”, insistió Sophie. “No suena así. Hay voces femeninas. Risitas. Como… varias mujeres”.
Se me apretó el pecho y miré a mis compañeros para asegurarme de que nadie se daba cuenta del torbellino de emociones que llevaba dentro. “Cariño, ¿estás segura?”
“Estoy segura, mamá. No quiero entrar ahí sola. Hay algo que me resulta extraño. ¿Puedes… puedes venir a casa, mamá?”.
“Está bien… no te preocupes, ¿si?”, le dije a Sophie. “Yo me ocuparé. Sólo… vete a tu habitación y llámame otra vez si pasa algo”.
Mi corazón empezó a acelerarse. Intenté llamar a Mike inmediatamente, pero saltó directamente el buzón de voz.