Howard pasó su vida solo. Cuando llaman a la puerta de su tranquila casa, le abre la puerta a Kira, su primer amor. Ella le tiende una desgastada caja roja. “Tenía que haberte dado esto hace tantos años”, le dice. En su interior se esconde un secreto que le romperá el corazón – y también lo sanará.
Estaba recostado en mi sillón favorito, medio mirando la reposición de una vieja comedia, cuando llamaron a la puerta.

No le di importancia. Los niños del vecindario siempre pasaban por aquí, sobre todo los días laborables, cuando terminaba mi ruta de autobús. Nunca tuve familia propia, así que apreciaba la compañía.
Se agolpaban alrededor de mi porche, ansiosos por escuchar historias o jugar a juegos de mesa en el patio. Aquellas visitas eran los puntos brillantes de mi tranquila vida, que llenaban los espacios vacíos entre las rutas matutinas y el silencio vespertino.
Me levanté de la silla, ya sonriendo.

“¡Ya voy!”, grité, arrastrando los pies hacia la puerta.
Tal vez fuera el pequeño Tommy, que quería enseñarme su último proyecto de ciencias, o Sarah, que pedía ayuda con los deberes de matemáticas.
Pero cuando abrí la puerta, todo mi mundo se tambaleó.
Una mujer de más o menos mi edad estaba allí de pie, sosteniendo una cajita roja que parecía tan desgastada como nosotros. Su pelo plateado se reflejaba en la luz de la tarde.

Me resultaba vagamente familiar, pero no la reconocí hasta que nuestras miradas se cruzaron. Mi corazón se detuvo, se puso en marcha y luego se tambaleó como si estuviera aprendiendo a latir de nuevo. “¿Kira?” El nombre me resultaba extraño en la lengua, como un idioma que había olvidado hablar. “¿Eres tú de verdad?”
Inclinó ligeramente la cabeza y sonrió. No era la sonrisa brillante y despreocupada que recordaba de nuestra juventud, pero sin duda era mi novia del instituto, la primera chica a la que amé. Y también la primera que me rompió el corazón.

“Hola, Howard”. Su voz era distinta, más grave por la edad, pero inconfundiblemente suya. “Por fin te he encontrado tras dos años de búsqueda”.
“¿Has vuelto?”, exhalé. Era una pregunta que me salía del corazón, no de la cabeza, mientras en mi interior se despertaban sentimientos que creía haber enterrado hacía años. “Pero…” Pero no tenía sentido. No después de tantos años. De repente, ya no tenía 65 años. Tenía 17, y el recuerdo de la noche en que Kira me rompió el corazón me golpeó como una fuerza física.