Una prueba de ADN fue todo lo que necesité para poner mi mundo patas arriba. Recuerdo que me quedé mirando la pantalla del ordenador, intentando dar sentido a los resultados. Mi mente decía que eran erróneos, pero mi corazón… mi corazón supo al instante que la vida ya no sería la misma.
Soy Billy y, hasta hace unos días, pensaba que estaba viviendo un sueño. Soy hijo único, y mis padres siempre me han colmado de amor y atención. Me han dado todo lo que podía querer o necesitar.

La semana pasada, mi padre me sorprendió con la última consola de videojuegos sin motivo alguno.
“¿Y esto a qué se debe?”, le pregunté, con los ojos muy abiertos por la emoción.
Se encogió de hombros y sonrió. “¿Necesito una razón para mimar a mi hijo favorito?”.
“Tu único hijo, querrás decir”, sonrió mamá.
“¡Con más razón hay que mimarlo!”. Papá se rio, alborotándome el pelo.
Así ha sido siempre. Los tres viviendo una vida perfecta. Perfecta hasta que me topé con un hecho que me cambió la vida.

Todo empezó el día que cumplí 18 años. Había decidido hacerme una de esas pruebas de ADN ancestral. Ya sabes, esas que te dicen si eres un 2% vikingo o lo que sea. Me picaba la curiosidad, nada más. Nunca esperé que me cambiara la vida.
El día que llegaron los resultados, me puse literalmente a dar saltos de alegría. No paraba de actualizar mi correo electrónico cada pocos minutos, esperando esa notificación.