Vendí todo lo que tenía y compré un billete de ida para reunirme con mi primer amor. Pero el destino tenía otros planes. Un infarto en pleno vuelo me llevó a una ciudad donde tuve que elegir: renunciar o tomar el camino más largo hacia el amor.
A los 78 años, vendí todo lo que tenía. Mi apartamento, mi vieja camioneta, incluso mi colección de discos de vinilo, los que había pasado años coleccionando. Las cosas ya no importaban.
Elizabeth me escribió primero. La carta llegó inesperadamente, metida entre facturas y anuncios, como si no supiera el poder que tenía.

“He estado pensando en ti”.
Eso era todo lo que decía. Una sola frase que me hizo retroceder décadas. La leí tres veces antes de permitirme respirar.
Una carta. De Elizabeth. Me temblaron los dedos al desplegar el resto de la página.
“Me pregunto si alguna vez piensas en aquellos días. En cómo nos reíamos, en cómo me tomaste de la mano aquella noche en el lago. Lo pienso. Siempre lo he hecho”.

“James, eres un maldito idiota”, murmuré para mí mismo.
El pasado era el pasado. Pero por primera vez en años, no me parecía tan lejano.
Empezamos a escribirnos. Al principio, notas cortas. Luego cartas más largas, cada una de las cuales iba quitando las capas del tiempo. Me habló de su jardín, de cómo seguía tocando el piano, de cómo echaba de menos que me burlara de ella por su terrible café.
Entonces, un día, me envió su dirección. Fue entonces cuando lo vendí todo y compré un billete de ida.
Por fin, el avión se elevó en el cielo y cerré los ojos, imaginándomela esperándome.

¿Seguirá teniendo la misma risa alegre? ¿Seguirá inclinando la cabeza cuando me escuche?
Pero entonces, una extraña presión en el pecho me hizo ponerme rígido. Un dolor agudo y punzante me recorrió el brazo. Se me cortó la respiración. Una azafata se acercó a toda prisa.
“Señor, ¿se encuentra bien?”.
Intenté responder, pero no me salían las palabras. Las luces de arriba se desdibujaban. Las voces se arremolinaban. Luego todo se volvió negro.