Los oficiales a caballo se habían detenido un momento para que la gente admirara los caballos. Los niños reían, los padres tomaban fotos y la vida bullía a su alrededor. El sol estaba bajo en el cielo, proyectando una luz dorada sobre el pequeño parque donde se habían detenido durante su patrulla. Era uno de esos raros momentos en que el deber se sentía menos como trabajo y más como una conexión.
Pero entonces apareció ella: una niña en silla de ruedas, con los ojos abiertos de asombro. No estaba sola; su madre estaba a su lado, sujetando las manijas de la silla como si custodiara algo preciado. La mirada de la niña estaba fija en el caballo más alto, una yegua castaña llamada Luna, cuyo pelaje brillaba bajo la luz del sol poniente. Sus manos descansaban ligeramente sobre su regazo, pero todo su cuerpo parecía inclinarse hacia adelante, atraído magnéticamente hacia el animal. Uno de los oficiales se dio cuenta y se arrodilló a su lado. “¿Te gustaría acariciarlo?”, preguntó con dulzura, señalando a Luna. Su voz transmitía calidez, de esa que hacía sentir seguros a los desconocidos.
Sus dedos temblaron levemente al extender la mano, rozando el hocico del caballo con una caricia suavísima. Una sonrisa se dibujó en su rostro, pero sus ojos brillaron con algo más profundo, algo tácito. Por un breve instante, sintió que el tiempo se ralentizaba. El parloteo de la multitud se desvaneció, dejando solo el suave susurro de las hojas y la respiración rítmica del caballo.
El oficial le devolvió la sonrisa, dispuesto a explicar el nombre del caballo, su entrenamiento, sus golosinas favoritas. Pero antes de que pudiera decir nada, la chica susurró algo, algo tan bajo, pero tan profundo, que la expresión del oficial cambió al instante.
“Luna”, dijo en voz baja, casi con reverencia. Luego, sin levantar la vista, añadió: “Se supone que debes encontrarme”.
El oficial se quedó paralizado. Su placa decía “Oficial Martínez”, aunque la mayoría ya lo llamaba Mart. Llevaba casi quince años en la policía, lo suficiente para saber lo impredecibles que podían ser las interacciones humanas. ¿Pero esto? Esto lo pilló desprevenido. “¿Qué dijiste, cariño?”, preguntó con cuidado, acercándose.
Entonces ella lo miró, sus grandes ojos marrones llenos de una mezcla de esperanza y tristeza. “Soñé con ella anoche”, explicó. “Con Luna. Y contigo. Me dijiste que no me rindiera”.
Mart parpadeó, sin saber qué pensar de sus palabras. Las coincidencias ocurrían todo el tiempo, sí, pero había algo en su forma de hablar, con tanta seguridad, que lo hizo dudar. Miró al caballo, que permanecía completamente inmóvil, como si también lo escuchara.
Su madre dio un paso adelante, carraspeando. “Lo siento”, se disculpó. “Es… imaginativa a veces. Hemos pasado por mucho últimamente”. “No, no”, respondió Mart rápidamente. “No pasa nada. ¿Cómo te llamas?”. “Maya”, respondió la chica, con la voz más firme. “Y no me lo estoy inventando. De verdad la vi, en mi sueño”. Algo le atormentó la memoria a Mart. Esa misma mañana, había recibido una llamada de la central sobre la desaparición de una niña que coincidía con la descripción de Maya. Técnicamente no había desaparecido —su madre confirmó que había estado en casa toda la noche—, pero el informe mencionaba que había estado sufriendo emocionalmente tras un accidente que la dejó incapacitada para caminar. Los servicios sociales registraron el caso por temor a que intentara escapar de casa o hacerse daño.