Tenía 15 años cuando ocurrió. Mientras mis amigas estaban ocupadas con sus ligues de verano y sus fiestas en la playa, yo me contentaba con pasar tiempo con la abuela Rosalind. Su sonrisa con hoyuelos siempre me alegraba el día. “Emily, querida”, me dijo una vez la abuela, con voz suave y cariñosa. “¿Te gustaría ayudarme con el jardín más tarde?”.”Estás desperdiciando el verano, Em”, murmuró mi tío Bill. “¿Por qué no vienes a la playa con nosotros?”.
Lo fulminé con la mirada. “Porque mi abuela me importa de verdad, tío Bill. Deberías intentarlo alguna vez”. Mientras la abuela y yo podábamos juntas las rosas, no pude evitar notar cómo le temblaban ligeramente las manos. Se estaba haciendo mayor, y eso me asustaba.”Abuela”, le dije suavemente. “Sabes que te quiero, ¿verdad?”. Hizo una pausa, mirándome con aquellos ojos amables. “Por supuesto, cariño. Y yo también te quiero. Más de lo que puedas imaginar”.
Mientras nos dirigíamos al interior, la abracé con fuerza, inhalando el familiar aroma a lavanda y galletas caseras que se pegaba a su vestido. No sabía que aquel momento de paz era la calma que precedía a la tormenta.
“Emily”, dijo la abuela, con voz repentinamente seria. “Prométeme una cosa. Pase lo que pase, sé siempre fiel a ti misma”. Me eché hacia atrás, confusa. “Por supuesto, abuela. Pero, ¿por qué me lo dices?”. Ella se limitó a sonreír, con ese brillo familiar en los ojos. “Algún día lo entenderás, querida. Ahora, ¿qué tal si horneamos unas galletas?”. Una semana antes del 89 cumpleaños de la abuela, todo cambió. Papá llegó a casa, con el rostro ceniciento.”El amor es la mayor herencia”, solía decir mi difunta abuela. Hizo falta que se hiciera la sorda y que sus codiciosos hijos leyeran su testamento para que entendieran lo que quería decir.
Aprecia a tus abuelos mientras puedas. Abrázalos fuerte, susúrrales “te quiero” y crea recuerdos que te calienten el corazón mucho después de que se hayan ido. Porque un día, esos recuerdos serán todo lo que te quede. Soy Emily, y estoy a punto de compartir cómo mi abuela Rosalind, de 89 años, me enseñó esta lección impagable que cambió mi vida para siempre…