Me preocupé cuando mi enérgico hijo Kyle empezó a llegar a casa cada día más tarde con excusas vagas. Cuando fui a ver cómo estaba, me impactó ver que una caravana de camionetas negras lo recogía. Los seguí hasta una imponente mansión, donde descubrí una verdad desgarradora.
Mi hijo de trece años era mi luz y mi propósito. Sin importar lo que la vida nos pusiera en el camino, siempre nos teníamos el uno al otro. Siempre habíamos sido uña y carne, conquistando el mundo juntos. Supongo que por eso su repentina distancia me dolió tanto.
Kyle siempre ha sido un chico lleno de energía. Si no estaba practicando deportes o construyendo cosas con sus amigos, estaba practicando con la guitarra.
Pero últimamente, se va de casa con más frecuencia y cada vez que le pregunto dónde ha estado, me responde con una excusa vaga y un “¡Deja de ser tan pegajosa, mamá!”.
Habíamos pasado por tantas cosas: la marcha de su padre, las facturas interminables, mi trabajo que apenas cubría nuestra modesta vida. Pero ver cómo el chico que una vez me lo contó todo empezaba a aislarme me estaba matando.
Pero aún peor que la distancia fueron los objetos que descubrí mientras hacía una de mis limpiezas maratónicas, fregando cada rincón de nuestro pequeño apartamento para ahuyentar la ansiedad.
En un rincón escondido debajo de la cama de Kyle, encontré una colección de aparatos nuevos y un fajo de billetes envueltos en gomas elásticas.
Mi corazón latía tan fuerte que resonaba en mis oídos.
Pero ¿qué podía hacer? No podía confrontarlo directamente, no con cómo habían estado las cosas últimamente. Simplemente se pondría a la defensiva y mentiría.
No, tendría que ser astuta.
Dejé todo exactamente como lo encontré y, cuando Kyle apareció a cenar esa noche, actué como si todo estuviera normal.
“¿Qué estuviste haciendo toda la tarde?”, pregunté con la mayor naturalidad posible.
Kyle se encogió de hombros. “Jugando al fútbol”.
Asentí y lo vi hundir el tenedor en el asado que había preparado. No pude evitar pensar que lo que me ocultaba era peligroso.