Se supone que el duelo une a las familias, pero en mi caso hizo todo lo contrario. Apenas había enterrado a mi madre cuando mi padre empezó a hacer cambios -unos que yo nunca vi venir-. Pero lo que mi padre no sabía era que mi madre había dejado atrás una última sorpresa.
Tenía diecinueve años cuando murió mi madre. Ocurrió rápido, demasiado rápido. En un momento se estaba riendo de un tonto reality show y al siguiente estaba demasiado débil para levantar una cuchara. El cáncer no espera a las despedidas. Tampoco mi padre.

Mamá era todo lo cálido y bueno de nuestra casa, y donde ella iba, Peanut la seguía. Aquella pequeña Bulldog Francés estaba pegada a su lado, su sombra de piel. Cuando la enfermedad se apoderó de ella, Peanut apenas salía de su cama, acurrucándose contra ella como si pudiera mantenerla aquí con solo estar cerca.
Yo intentaba hacer lo mismo, pero, a diferencia de Peanut, tenía que comer, dormir y fingir que mi padre no la estaba borrando antes incluso de que se hubiera ido.
Nunca la quiso, no como ella se merecía. Nunca lo vi tomarla de la mano, nunca lo vi llevarle flores, ni siquiera mirarla como debería hacerlo un marido. Y en aquellos últimos días, apenas lo fingió.

Cuando los médicos nos dijeron que solo era cuestión de tiempo, se limitó a asentir. Sin lágrimas. Sin derrumbarse. Solo asintió, como si le hubieran dicho que había que arreglar el lavavajillas.
“No quiero ir”, susurré, agarrando el borde del vestido negro que me había prestado mi prima. Olía a lavanda y a la vida de otra persona.
“Tienes que ir” -murmuró mi padre, arreglándose la corbata en el espejo del pasillo. Su voz era llana, como si nos dirigiéramos a una reunión de negocios, no al funeral de mi madre.

Tragué saliva. “Peanut debería venir”.
Suspiró, exasperado. “Es una perra, no una persona”.
“Era la perra de mamá”.
“Y mamá ya no está”.
Las palabras me sacaron el aire de los pulmones. Sentí que el cuerpecito de Peanut se apretaba contra mi pierna, cálido y tembloroso. Me agaché, rascándola detrás de las orejas. “No tardaré, ¿vale?”.
Me lamió los dedos.