Cuando descubrí un código de barras en la espalda de mi esposo, esperaba que fuera una pista hacia algo ordinario o quizá una señal de infidelidad. Pero al escanearlo descubrí una verdad desgarradora.
Sentía que Daniel se me escapaba. Acabábamos de enterarnos de que estaba embarazada de nuestro primer hijo, y yo esperaba que eso nos uniera más, que él tuviera más ganas de estar en casa. Pero había estado tan distante. Siempre trabajando hasta tarde, haciendo un viaje de negocios tras otro.

“Daniel”, le decía, “¿podemos hablar esta noche? ¿Solo… ponernos al día?” Me miraba con ojos cansados y esbozaba una leve sonrisa. “Me encantaría, pero he estado muy ocupado, ¿sabes?” Ocupado. Siempre “ocupado”. Le echaba de menos. Nos echaba de menos. Algunas noches, me quedaba despierta a su lado, mirando al techo, preguntándome si había hecho algo mal. Preguntándome si él aún quería esto. Si aún me quería.

Una noche, tras un viaje de una semana, Daniel llegó a casa más agotado que nunca. Apenas murmuró un “Hola”, dejó caer la maleta y se dirigió directamente a la ducha. Ya estaba acostumbrada a que me dejara de lado, pero esta noche era diferente.
Algo me carcomía. Me sentía incómoda, como si hubiera algo que no me estaba contando, algo que me acechaba fuera de mi alcance.

Cuando por fin llegó a la cama, me dio la espalda y casi al instante se quedó dormido. Me quedé tumbada durante unos minutos, escuchando su respiración. Entonces noté una marca en su espalda, tenue pero inconfundible. Me acerqué más, entrecerrando los ojos. Era un código de barras. “¿Un… código de barras?”, susurré para mis adentros, perpleja.