Un pescador afligido y solitario encontró esperanza y una razón para vivir cuando descubrió a un bebé abandonado en la puerta de su casa. Adoptó al niño y lo crió con amor y orgullo ilimitados. Pero diecisiete años después, llegó un extraño rico, amenazando con destrozar su mundo y llevarse al niño. El desgastado barco pesquero se balanceó suavemente contra el muelle mientras Lucas aseguraba el último nudo. A sus 54 años, sus manos callosas se movían con facilidad practicada, incluso cuando la artritis se infiltraba en sus articulaciones.
La pequeña casa en las afueras del pueblo lo esperaba, tal como lo había hecho todas las noches desde que María falleció. Sin risas de niños, sin abrazos cálidos, solo la tranquila compañía de sus pensamientos y las fotos de la mujer que había amado demasiado para reemplazar. “¡Buenas noches, Lucas!”, gritó el viejo Tom desde su porche. “¿Buena pesca hoy?” “Lo suficiente”, respondió Lucas, levantando su canasta. —Los peces no están tan solos como nosotros, ¿eh? —Deberías conseguirte un perro al menos —sugirió Tom, no por primera vez—. Esa cabaña necesita algo de vida.
Las llamas danzaban en la chimenea mientras se acomodaba en su silla, otra tarde solitaria se extendía ante él. La rutina del día pasaba por su mente: regar los tomates al amanecer, alimentar a las gallinas y caminar por las calles vacías hasta su bote.
Miró la foto de María en la repisa de la chimenea. —Deberías haber escuchado cuando querías tener hijos —murmuró—. Siempre dijiste que teníamos tiempo. Ahora mírame, hablándole a tu foto como si pudieras responderme. De repente, un sonido atravesó sus pensamientos, débil pero claro. Era como un gemido o un grito llevado por el viento invernal. Lucas bajó su taza de café y escuchó. Allí estaba de nuevo, más insistente esta vez.
Sus articulaciones protestaron cuando se levantó y arrastró los pies hacia la puerta. Las tablas del porche crujieron bajo sus pies mientras miraba hacia la oscuridad. Otro grito, ahora más claro.“¿Hola?”, gritó, pero solo el silencio respondió. Su corazón casi se detuvo cuando lo vio: una canasta tejida en el umbral de su puerta, con mantas moviéndose dentro. Cuando se arrodilló junto a ella, sus pequeños dedos se estiraron, agarrando el aire frío de la noche.
“Dios mío”, susurró, recogiendo el bulto en sus brazos. Un bebé, de no más de unos meses, lo miró con ojos grandes y curiosos. “¿De dónde vienes, pequeño?” Lucas escudriñó la calle vacía, pero quienquiera que había dejado este preciado cargamento se había ido hacía tiempo, dejando solo una nota en la canasta: “No me busques. Por favor, cuídalo. Y ámalo como si fuera tuyo. Gracias y adiós”.
El bebé gimió y Lucas sintió que algo se agitaba en su pecho. Era una emoción que creía que había muerto con María. —Shhh, está bien —la tranquilizó, abrazando al niño—. Vamos a calentarte. María —le susurró al cielo nocturno—, creo que tú puedes haber tenido algo que ver en esto. Siempre has dicho que los milagros llegan cuando menos los esperamos