Esta mañana, a mis 72 años, viví una de esas situaciones que podrían arruinarle el día a cualquiera… pero decidí que no sería así.
Estaba en el autoservicio de McDonald’s, tomándome mi tiempo para hacer el pedido, sin prisa, disfrutando del momento. Detrás de mí, una joven impaciente comenzó a tocar la bocina y a gritar insultos. Estaba visiblemente frustrada y molesta por la espera.
Pero en lugar de responder con la misma moneda, respiré hondo y opté por algo que he aprendido con los años: la amabilidad desarma más que la rabia.
Cuando llegué a la primera ventanilla, pagué mi pedido… y también el de ella. La cajera pareció sorprendida, pero aceptó con una sonrisa. Mientras me alejaba hacia la siguiente ventanilla, vi por el retrovisor cómo la joven asomaba la cabeza por la suya, confundida y avergonzada. Su mirada decía más que mil palabras.
No lo hice para quedar bien. Lo hice porque en este mundo ya hay demasiada prisa y no suficiente compasión. Y si una pequeña acción puede hacer reflexionar a alguien, entonces vale la pena.
A veces, la mejor forma de enseñar es con el ejemplo.