Después de años de matrimonio con Arnold, nunca imaginé que me echaría de casa sin más que bolsas de la compra en las manos. Pero aquel día todo cambió. Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío. Pero, ¿qué ocurre cuando viene con la bendición de la persona de la que tu ex menos sospecha?
“Eres la chica que siempre había estado buscando”, me había dicho Arnold el día que me propuso matrimonio. Llevábamos saliendo casi un año cuando decidimos pasar al siguiente nivel.

Aún puedo imaginármelo arrodillado en aquel pequeño restaurante italiano, con las manos ligeramente temblorosas mientras abría la caja de terciopelo. La pareja de ancianos que estaba a nuestro lado aplaudió cuando dije que sí entre lágrimas de felicidad.
“Prometo hacerte feliz todos los días”, susurró mientras deslizaba el anillo en mi dedo.
Arnold era todo lo que siempre había deseado en un hombre. Era amable y cariñoso, y siempre encontraba la forma de hacerme reír, incluso cuando las cosas se ponían difíciles. No tuve que pensar mucho antes de decir que sí.

Cuando conocí a su padre, Walter, estaba nerviosa. Sinceramente, temía que le dijera a Arnold que no era digna de ser su esposa, pero, para mi sorpresa, nuestra primera interacción fue todo lo contrario de lo que había imaginado.
“Es la mejor decisión que Arnold ha tomado nunca”, dijo Walter, envolviéndome en un abrazo de oso que olía a colonia cara y a puros. “No podría estar más orgulloso de su elección”.

Aquel día, Walter me contó historias de la infancia de Arnold y me aseguró que no tenía que preocuparme por nada porque contaba con todo su apoyo.
“Arnold siempre fue un niño testarudo”, se rió entre dientes, mostrándome viejos álbumes de fotos mientras Arnold ponía los ojos en blanco con buen humor. “Pero cuando se compromete con algo… o con alguien… se entrega por completo”.
Poco después, Arnold y yo nos casamos en una ceremonia íntima con amigos íntimos y familiares. No queríamos un gran acontecimiento nupcial. Sólo queríamos estar rodeados de las personas que más nos querían.

El primer año de nuestro matrimonio fue como una luna de miel prolongada. Estábamos locamente enamorados el uno del otro.
Yo me quedaba en casa mientras Arnold se ocupaba del negocio familiar, una cadena de ferreterías que su padre había construido de la nada.
Cada noche, cuando volvía a casa, me traía un pequeño regalo. Una chocolatina, flores silvestres arrancadas de la carretera o, a veces, simplemente una nota manuscrita en la que me decía lo mucho que significaba para él.

“¿Cómo he tenido tanta suerte?” le preguntaba, y él respondía diciendo que él era el afortunado.
Nuestro vínculo se hizo aún más fuerte cuando dimos la bienvenida al mundo a nuestra hija, Lily. Arnold se transformó de la noche a la mañana en el padre más atento que podría haber imaginado.
“Tiene tus ojos”, susurró, acunando su diminuta figura en la habitación del hospital, con lágrimas corriéndole por la cara. “Perfecta, igual que su madre”.