Pensé que estaba ayudando a una mujer sin hogar, pero no tenía ni idea de quién era en realidad. En cuanto mi esposo la vio sentada en la cocina, palideció. Entonces susurró una palabra que lo cambió todo: “¿Mamá?”.
Me desperté con una sensación de pesadez en el pecho. No era sólo el embarazo lo que me hacía sentir así, sino la tensión densa y sofocante que nunca abandonaba nuestra casa. A mi lado, Carter ya estaba levantado, moviéndose por el dormitorio con movimientos bruscos e impacientes.
“¿Por fin despierta?”.

Su voz era cortante, sin calidez. Me levanté despacio.
“No he dormido bien”.
“Quizá si no estuvieras tumbada todo el día, estarías lo bastante cansada para dormir”.
Tragué con fuerza, apretándome una mano contra el vientre.

Cuando me casé con Carter, pensé que era el compañero perfecto. Inteligente, carismático, fiable. Pero su tono se había vuelto más frío con los años, su paciencia más delgada.
Mirando atrás, me di cuenta de que siempre había sido así. Sólo que yo no lo había visto a través de la bruma del amor.
En el momento en que lo tuvo todo -mi casa, mi puesto de trabajo tras mi baja por maternidad-, se le cayó la máscara. Ya no tenía motivos para fingir.

“¿Desayunamos?”, pregunté.
Carter apenas levantó la vista de su teléfono.
“Si hay algo decente para comer”.
Entré en la cocina, moviéndome despacio, y empecé a freír huevos.

Esta es mi vida. Cocinando para un hombre que no me aprecia. Viviendo en una casa que, legalmente, ni siquiera es mía.
Había sido tan confiada, tan tonta. En un momento dado, había firmado todos los documentos de la casa a su nombre, pensando que sería “más fácil” para él gestionar las finanzas. Había renunciado a todo, creyendo que el matrimonio significaba confianza.