Toda mi vida me he sentido como una extraña en mi propia familia. Mi madre adoraba a mis hermanas pero me trataba como a una carga. ¿El motivo? Me parecía demasiado al hombre que ella deseaba olvidar. Cuando por fin descubrí la verdad sobre mi verdadero padre, todo cambió, pero no de la forma que ella esperaba.
Dicen que los hijos pagan por los pecados de sus padres. Mi madre se aseguró de que eso fuera cierto, aunque nunca lo admitió. Toda mi vida me sentí como una extraña en mi propia familia, y resultó que había una razón para ello.

Crecí con dos hermanas mayores, Kira y Alexa. Pasé mi infancia observándolas y viendo cómo las trataba nuestra madre.
Las quería abiertamente, les compraba ropa cara, les regalaba juguetes nuevos y las llevaba a tomar un helado los calurosos días de verano.
Les cepillaba el cabello, les besaba la frente y les decía cuánto las adoraba.

Mientras tanto, yo recibía su ropa gastada, sus juguetes viejos y sus sobras. No recibía cuentos ni abrazos.
En cambio, recibía órdenes. “Olivia, limpia la cocina”. “Olivia, dobla la ropa”. “Olivia, deja de estar de pie y haz algo útil”. Era una sirvienta en mi propia casa, y a nadie parecía importarle.
Mi padre intentaba protegerme. Recuerdo las veces que me abrazaba cuando las palabras de mi madre me calaban demasiado hondo.

Solía decirme que era especial. Que yo importaba. Pero a medida que crecía, lo hacía cada vez menos.
Su voz perdió fuerza y su amabilidad se desvaneció en el silencio. Entonces empezaron las discusiones.
“¡Te digo que es tu hija!”, gritaba mi madre.

“¡¿Cómo puede ser mía?! Los dos somos morenos, y ella es rubia con ojos azules!”, replicó mi padre a gritos.
“¡Eso pasa! A lo mejor alguien de la familia tenía rasgos más claros”, insistió mi madre.
“¡Entonces hagamos una prueba de paternidad!”, gritó mi padre.

Las peleas se convirtieron en una rutina. Y siempre acababan igual: mi madre lloraba, acusaba a mi padre de odiarla y él se echaba atrás. Pero nunca olvidé aquellas palabras.
A los catorce años ya no soportaba estar en casa. Conseguí un trabajo, no sólo por dinero, sino para escapar.
Con mi primer sueldo, compré una prueba de ADN. Y cuando llegaron los resultados, todo se vino abajo.

Una noche, crucé la puerta y vi a mi padre de pie en el salón.
Llevaba un sobre en la mano, con los ojos clavados en mi nombre impreso en el anverso.
“¿Qué es esto?”. Su voz era aguda. “¿Por qué va dirigida a ti?”.