Como única hija de mi madre, esperaba heredar su casa tras su muerte. Pero en lugar de un testamento, encontré una carta con una terrible condición. Si no hacía lo único que me pedía en el plazo de tres días, la casa -y todo lo relacionado con ella- desaparecería para siempre.
Decían que la casa de una madre era un refugio. Para mí, lo era de verdad. Mi esposo, nuestra hija Lily, de ocho años, y yo habíamos vivido con mi madre los últimos años.

Algunos decían que tenía suerte: alquiler gratis, comida casera y una abuela cariñosa que me ayudaba a criar a Lily.
Pero lo que no veían era cómo las paredes de aquel hogar encerraban más presión que paz.
Mi madre llevaba enferma más de un año. Todos los días le cambiaba las sábanas, le preparaba la comida y me aseguraba de que se tomara la medicación a tiempo.

Cuidaba de ella como ella cuidó de mí una vez. ¿Mi esposo? No movía ni un dedo. Se quedaba en el sofá todo el día, viendo la tele, actuando como si no fuera su problema.
Aquel día, mamá no habló mucho, pero sus ojos lo decían todo. Le llevé una taza de té de manzanilla, el que le gustaba antes de acostarse, y la coloqué suavemente sobre la mesilla.
La habitación olía a ungüentos, sábanas limpias y finales lentos. Tenía los ojos hundidos y la piel pálida, pero su voz aún tenía fuerza.

“Tienes que dejarlo”, dijo mamá. Su voz era grave pero firme. Atravesó el silencio como una grieta en el cristal.
Parpadeé. “Mamá, por favor. No hagamos esto ahora”.
Su rostro no cambió. Mantuvo los labios apretados. Sus ojos seguían afilados. “No intento pelear. Lo digo porque no me queda mucho tiempo. Necesito saber que estarás bien”.

Me senté en el borde de su cama. “Sólo está atravesando una temporada difícil. Pronto conseguirá un trabajo. Ahora mismo está atascado”.
“Llevas tres años diciendo eso”, dijo. “Tres años, Emma. Eso no es una mala racha. Es un patrón”.
Miré al suelo. Tenía las manos frías. “Tú no ves el lado de él que yo veo”.